sábado, enero 24, 2009

AVENIDA GRAU

Compro una Coca Cola helada y unos wafers de chocolate que pienso disfrutar de regreso a casa ; subo al micro en la vía expresa de la avenida Grau y me siento atras a lado de la ventana, mi madre dice que es peligroso ese lugar, pero hoy poco me importa, si me toca morir prefiero hacerlo feliz, con mi Coca Cola y mis wafers de chocolate. Minutos después una señora de aspecto desvalido sube al micro sentándose en el asiento del costado. Abro la Coca Cola y el sonido de la soda llama desmesuradamente la atención de la señora que me lanza cierta mirada impertinente. Trato de parecer indiferente, y luego de dar unos sorbos a mi bebida abro el paquete de los wafers e inmediatamente me llevo uno de ellos a la boca. La señora que ha estado demasiada atenta a todos mis movimientos esta vez no se contiene y tratando de ser cortés se dirige a mí advirtiéndome de lo pernicioso de tomar ese tipo de bebidas. Creyendo haber despertado en algo mi atención prosigue su discurso esta vez afilando sus baterías contra las gaseosas de color negro. Me sorprende su actitud y por unos segundos no atino a reaccionar, pero luego siento que tengo que hacer algo al respecto, además estoy cansado y con mucho calor. Interrumpo su disertación y le digo sin mucha cortesía que sé de lo que habla pero que sólo quiero disfrutar de mi bebida con tranquilidad. La señora advierte de mi disgusto y se queda callada. Los segundos que siguen son algo tensos, pienso que la señora no se dará por vencida y elucubrara algo con que seguir en su lucha , al final desiste y se queda tranquila. Respiro aliviado y en el fondo me da cierto placer no haber contribuido en su infatigable labor de salvación de un alma descarriada como la mía. Quizá en otro momento hubiese podido entablar una conversación civilizada y hasta hubiese querido contarle de mi adicción a la gaseosa, de mis intentos por dejar de tomarla, de mi fracaso por reemplazarla por frutas frescas en las mañanas, y de lo imposible que resulta para un adicto en recuperación ver diariamente a su compañera de trabajo ingerir grandes cantidades de ese líquido elemento sin ninguna conmiseración. Pero definitivamente hoy no es el momento. Para felicidad mía la señora impertinente se baja unas cuadras arriba y mientras me repongo del disgusto que me ha ocasionado, otra señora ha subido y ha ocupado su lugar, esta vez con una pequeña niña en los brazos, la niña solloza desconsoladamente, la madre trata de calmarla sin conseguirlo, le dice que ya pasó, que los ladrones ya se fueron corriendo muy lejos, pero la niña se aferra a su madre con esas manitas todavía diminutas y prosigue su llanto. La niña esta asustada. Y pienso que nada de lo que pueda decirle su madre podrá calmarla hasta que pase el efecto de acaso esa primera experiencia con la más viva prueba de la imposibilidad de la convivencia humana: la codicia. En otro intento desesperado por aplacar su dolor, la madre le dice a la niña que si hubieran estado en Jauja las cosas hubieran sido diferentes, le dice que muy probablemente lo hubieran agarrado los pobladores y le hubieran dado su merecido. La niña por un momento calma su llanto desesperado pareciendo entender lo que su madre acaba de decirle. Cuadras más arriba un patrullero, numerosos policías, un carro en mal estado y unos hombres esposados contra las capotas llaman sobremanera mi atención ¡Un asalto! ¡Un asalto! grita la gente, otros dicen que se trata de un secuestro y puedo ver claramente a los implicados haciendo denodados esfuerzos por recuperar su libertad atrapada entre esas esposas, son de aspecto cobrizo y de marcado origen provinciano. La curiosidad me embarga y no dejo la mirada en aquella dirección y cuando me doy vuelta todos en el micro hacen lo mismo, la niña que lloraba hace unos instantes ha dejado de hacerlo y también observa. Como no puede hacerlo del todo por su diminuto tamaño su madre la ayuda. Madre e hija tampoco quieren perderse el espectáculo dantesco que ofrece una ciudad tan insegura como Lima. Esta vez la niña ya no llora y contempla displicentemente la escena. El micro que por unos minutos se ha detenido prosigue su curso a la orden del semáforo para mala suerte de todos nosotros los curiosos. Más adelante y siempre en la misma avenida diviso por la ventana a unos chicos de aspecto provinciano, tez marcadamente cobriza y algo mal vestidos que corren apresuradamente para lograr cruzar la avenida, entonces la niña que no ha pasado desapercibido esta escena le grita a su madre señalando con su dedo en esa dirección, ¡Los Rateros!, ¡lo rateros!, su madre que no puede ocultar su vergüenza hace callar disimuladamente a la niña. Le dice que ellos no son. Que esos son transeúntes que tratan de cruzar la avenida. Pero la niña no le cree y sigue señalando con el dedo hacia la ventana tratando de decir lo que a su tierna edad su poco vocabulario no le permite y se queda ahí con el dedo extendido mientras el carro avanza y los chicos se pierden en las callejuelas contiguas, yo observo el rostro confundido de la niña y veo el rastro innegable de la incredulidad. La niña no puede distinguir ya la diferencia y acaso no podrá hacerlo en toda su vida.