martes, mayo 08, 2007

La Fuerza de la Sangre

Estaba ordenando algunos de mis archivos en mi PC, y en una de las carpetas encontré un documento que había escrito y cuyo paradero lo hallaba perdido por un buen tiempo. No recuerdo en qué circunstancias lo digité pero debe haber sido un sábado de regreso a casa, en uno de esos extenuantes días de trabajo en el que estuve inmerso el año pasado.
Posteo el archivo tal cual lo encontré, con pequeñísimos cambios, y se lo dedico a mi madre a propósito de su día.

Hoy al llegar a casa después de un día bastante agotador, encontré a mi madre jugando al ajedrez con mi sobrino de 11 años en la mesa del comedor. Vladimiro es su nombre y es de contextura delgada como todos en mi familia. Muchos coinciden que se parece bastante a mi hermano Raúl, lo cual no sé hasta que punto puede considerarse un halago o una resignación. Otros sin embargo dicen que se parece a mi padre lo cual es bastante más esperanzador. Aquel niño, hoy todo un adolescente, fue el primero que convirtió en abuelos a mis padres, y por su puesto a mí y cada uno de mis hermanos en tíos. Mi padre como era de esperarse nunca se hizo problema por el nuevo estatus que adquirió desde aquel día, es más, le llegó a encantar con qué inocencia pronunciaba aquel niño la frase “abuelito Colca” cada vez que lo veía. Con mi madre en cambio la relación fue algo diferente, nunca estuvo dispuesta aceptar esa nueva condición y se las ingenió para que el pequeño le comenzara a llamar “profesora” desde temprana edad. Aunque hasta ahora ella alardea sobre lo espontáneo de aquel suceso, pero lo cierto es que mi hermano la sorprendió en una oportunidad al escuchar decirle a su nieto a manera de “sugerencia” que lo correcto era que le llamase profesora en vez de abuela o abuelita. Consejo que puso en práctica desde entonces.
Han trascurrido los años y ahora ese niño se ha convertido en el hincha número uno de mi madre. Sobre todo de su comida. Lo cual causa extrañeza sobre todo en mi hermano que siempre ha calificado a las comidas de mi madre como de “Emergencia”. Cada vez que nos visita parece venir preparado con un adjetivo nuevo con que adornar la merienda que mi madre ha cocinado. La última si más no recuerdo fue cuando dijo delante de todos, en el almuerzo, que “La profesora hacía unas comidas deliciosas”, razón que me llevó a pensar cómo cocinaría su madre, o sea mi hermana, para que sintiera la comida de mi madre como unos de los más suculentos potajes que jamás en su vida había probado.
Mi madre siempre ha sido una mujer difícil de carácter, con características inusuales a cualquier mujer común y corriente. Por eso que hoy al ver a esas dos generaciones sentadas y compartiendo ese juego pensé en que en realidad mi madre no era tan diferente al resto de las señoras de su edad. Y quizá yo he estado equivocado todos estos años.
Me tumbé en el sofá para observar más detenidamente a esos dos personajes. Y pude observar que hay cosas en esta vida que nunca cambia: el rostro impasible y firme de mi madre, serena y fría en la ganancia y la derrota; y la mirada triste y desesperada de mi sobrino al no poder ganar a mi madre en ese juego.
Al verlos recordé aquellas tardes de los ochenta cuando jugaba con mi madre al ajedrez y yo lloraba porque no podía ganarle en aquel juego. Hasta que un buen día lo hice y desde entonces la gracia de jugar con ella desapareció. Ahora, disfruto cómo mi madre le gana todavía a su nieto en ese juego de caballos, reinas, peones y alfiles. En un acto de puro sadismo fraseo en voz alta varias veces ¡Quiero llanto! ¡Quiero llanto!, ¡Quiero llanto! lo cual hace que mi sobrino se recomponga y tome el juego como lo que es. Un simple juego.
Hay cosas en esta vida que no cambian, sino tan sólo los actores que participan. Y me imagino con los años quizás a mi madre jugando con mi hijo y así sucesivamente hasta que llegue un día en que ella ya no esté para acompañarnos en aquel juego que también es el juego de la vida. De esta vida que es siempre la misma para todos, pero con otros personajes, otras épocas. Espero que mi madre este todavía para que juegue el ajedrez con mi primer hijo y por qué no con el segundo y todos los que estén por venir. De ella aprendí que en la vida hay muchos juegos y que hay que aprender a ser un buen perdedor.
Gracias madre y espero estés aquí todavía ahora que a mis veintitantos años encima juego los momentos mas decisivos de mi vida. El de la estabilidad futura.
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domingo, mayo 06, 2007

EL PEDAZO DE CARTÓN

Cuando era muy pequeño mis padres compraron un libro de Lectura de la Editorial Santillana. El libro tenía por título “Senda 1, libro de lectura”. Y estaba creado para la enseñanza de la educación primaria. Tenía una estructura muy divertida, era toda una gran historia divida en 75 relatos. Lo peculiar era que podías leer cada título sin la necesidad de leer el anterior y no por eso dejabas de entenderlo.
El libro era excepcional, todos en la casa lo leíamos, los personajes eran tiernos y curiosos. Además la diagramación de los relatos eran bastante original, muy distinto a las figuras que hasta entonces habíamos visto en los otros libros de lectura. A pesar que el personaje que daba inicio a la historia era un tal Toni, su amigo Moncho, fue el que más popularidad tuvo en cada uno de nosotros. Tanto así que el libro se hizo conocido en la familia con el particular nombre de este personaje. Así, “El Moncho”. Solía pasar de una mano a otra.
Recuerdo que ese fue el primer libro que verdaderamente me hizo trasladar hacia ese universo conocido como fantasía. Con historias tan divertidas como las del “sueño de Moncho”, “Una extraña visita”, “La niña marciana”, y “El viaje a Marte”. Sin embargo, como suele suceder con los libros de la infancia, le perdí el rastro hasta que meses atrás mi hermano lo desempolvó no sé de donde y logré apoderarme de nuevo de aquel librito, que los años le habían hecho pasar la factura acostumbrada; pero que aún era útil sobre todo para lo que mi cerebro elucubraba en ese entonces. Como animador y promotor de lectura infantil, no podía desperdiciar un material que había formado parte de mi proceso lector.
La oportunidad llegó un día de febrero que mi fiel compañera y yo nos hallábamos en los preparativos de las sesiones del taller de animación a la lectura para niños. El objetivo era animar a leer desde otras formas de expresión escrita. El instructivo, fue el tipo de texto escogido para la sesión. Tenían que lograr confeccionar un sombrero de samurai de papelote, leyendo tan sólo las instrucciones del libro. Quizá no haya sido una tarea sencilla pero el reto estaba planteado. Sólo faltaba crear una historia que representada, hiciera comprender a los niños la importancia y utilidad de este tipo de textos.
Buscábamos un relato sencillo y luego de barajar varias posibilidades me acordé que “el Moncho” tenía una historia que nos podía ser de mucha utilidad, un relato cuyo nombre, en esos momentos, no lograba recordar. Ubicamos el libro y luego de revisarlo decidimos que el primer relato era genial. Tan sólo teníamos que hacerle unas adaptaciones y luego llevarlas a escena con un pequeño guión. El título de aquella historia era “el pedazo de Cartón”. Trataba de un cartón que deseaba ser una hermosa cometa y que después de varios intentos fallidos lograba su objetivo a manos de un pequeño niño, quien con la ayuda de un libro de instrucciones, que encontró en su biblioteca, tuvo las herramientas necesarias para hacerlo. Este último detalle fue un añadido nuestro. Había que resaltar la importancia del libro y la lectura en esta historia.
Las horas volaron y la sesión se realizó con mucho éxito. Mi fiel compañera apareció ante los niños disfrazada de cartón y mientras interactuaba con los niños yo me multiplicaba haciendo los otros personajes de la historia. Un doctor, un frutero y un samurai ingresaron a escena. Hasta quedarme representando al niño que transformaría al cartón en una hermosa cometa.
La representación causó impacto y la importancia de los libros de instrucción quedó tan clara que acabada la escena todos los niños se peleaban por tener el libro de instrucciones en sus manos. No faltó uno que al final de la sesión agarraba el libro y le exigía a su madre, que viniendo a recogerlo, le comprara un ejemplar similar al que se había utilizado en el taller.
Aquel día los 15 niños del taller lograron construir un bonito sombrero de samurai en base a la lectura de las instrucciones. Algunos tuvieron un proceso más lento que otros; pero para eso estábamos nosotros en el acompañamiento. Terminado lo más importante cada uno procedió a decorarlo como mejor pudo poniendo en práctica toda su creatividad. Se les proveía de goma, tijeras, y retazos de diferentes tipos de materiales. El resultado fue digno de una sesión de fotografía. Sin lugar a dudas fue una de las sesiones más logradas de todo el taller.